Aborto libre (en Londres) para las ricas. Sin aborto para las pobres

Imatge Julià def
Abostístas españolas en Londres. Abril de 1985.

La mayoría absoluta permite al PP aprobar sus magistrales ideas sobre la sociedad: los ricos a la derecha, los pobres a la izquierda (y cara a la pared)

Cuando se habla de las migraciones de los españolitos en los años del franquismo y los primeros de la predemocracia (¿quién inventaría ese eufemismo?), se habla de los obreros que reventaron Alemania (incluso el cine le dedicó perlas como «Vente a Alemania, Pepe») o de los catalanes canallescos que cruzaban la frontera para vivir emociones prohibidas en los cines porno (término que hoy puede darnos risa) de Perpignan.

No hemos visto contabilizar, en cambio, el flujo increíble de chicas y mujeres jóvenes que los fines de semana cogían un avión con destino a Londres y Ámsterdam, entre otras ciudades. Llenaban los aviones. Muchas no habían estrenado todavía la mayoría de edad, y no estaban preparadas ni tenían los medios necesarios para ser madres. Pero todas iban a lo mismo. ¿Nerviosas? Yo diría: terriblemente angustiadas. No a que el avión se estrellara y resultaran muertas en el accidente —más de cuatro lo habrían preferido—; tenían miedo a la aventura que ninguna de ellas había deseado jamás.

En España, la interrupción del embarazo era un delito penado con seis años de cárcel (aunque la pena podía reducirse a seis meses si la inculpada declaraba que lo había hecho «para ocultar su deshonor»), y sólo cabía arriesgarse a un aborto clandestino o salir al extranjero quienes podían permitírselo. Según datos del Gobierno británico, 20.000 mujeres viajaban anualmente a Londres, pero sumando los otros destinos posibles fácilmente duplicaremos la cifra total de obligadas viajeras. Aunque esas cifras no pueden ocultar la terrible realidad de los 300.000 abortos clandestinos que se realizaban en el país (según datos de la Fiscalía del Tribunal Supremo, que hacen referencia a mediados de los años setenta), en la mayoría de los casos en situaciones tan precarias que el número de mujeres que morían se calcula en unas 3.000 al año.
Para la mayoría el gran problema era reunir las 30.000 pesetas necesarias para la intervención, más el precio del viaje, cantidades que normalmente se conseguían con la ayuda de los amigos, porque los padres estaban menos preparados aún que sus hijas para aceptar una circunstancia que les desbordaba y avergonzaba. Pero también hay que señalar la enorme dificultad para encontrar información sobre dónde acudir, pues el peligro y el miedo atenazaban las conciencias. Durante las cuatro décadas negras del franquismo, las referencias al sexo o a sus consecuencias eran nulas, excepto en algunos reducidos círculos universitarios y allá donde llegaban las organizaciones feministas, que montaron unos discretos circuitos informativos, donde se daba apoyo a las mujeres que llegaran en busca de ayuda, y se les indicaban las agencias de viajes y los centros médicos adecuados. Esos circuitos se fueron profesionalizando a escondidas, solapados bajo el nombre de «centros de planificación familiar», que también lo eran, y acabaron organizando viajes de fin de semana, aunque siempre con el ¡ay! de una denuncia en el cuerpo. En 1980, un juez procesó a una mujer que abortó en Londres porque consideró que «había extraterritorialidad» en el delito.
Las pastillas anticonceptivas se autorizaron en 1978, pero no se podía hacer publicidad sobre su venta o su existencia. Visto con los ojos de hoy, da la sensación de que estamos hablando de la Era Cuaternaria, cuando la Tierra estaba todavía caliente y los hombres tenían que caminar a saltitos para no quemarse los pies. Pues igual, realmente no nos equivocamos mucho. Por ejemplo, en un artículo publicado en Masala, conté cómo al humorista Chicho Gordillo le llevaron detenido a comisaría por contar un chiste gravemente ofensivo para la religión católica, éste: «Entra un señor muy feo en una pescadería, dice: “Pónganme bonito”, y le contesta la pescadera: “¿Pero usted se cree que esto es Fátima?”».

Cuando en 1985 fue autorizado el aborto, por supuesto con unas limitaciones extraordinarias, el país había cambiado tanto en su visión del sexo que era prácticamente irreconocible. El desmadre que siguió a la muerte del dictador había desbordado las previsiones más locas, y triturar las normas era la gran norma. Pero ahora, la nueva ley que prepara el desgobierno del PP, para derogar la actual Ley de Salud Sexual y Reproductiva, que permite abortar en las primeras catorce semanas de gestación, nos quiere devolver al susodicho 1985. Aunque lo más seguro es que ese sea sólo el primer paso, pues esa ley fue recurrida ante el Tribunal Constitucional por Fraga Iribarne; el recurso lo presentó el padre de Ruiz Gallardón, y el actual ministro ya pone en tela de juicio el derecho de abortar incluso en el caso de malformación del feto: «La discapacidad no puede significar un trato desigual y una merma de derechos. Y esa no discriminación debe aplicarse también a los concebidos y no nacidos», ha dicho. Eso puede llevar a millones de mujeres a la tétrica situación que vivieron sus abuelas, o peor. Médicos de prestigio han hecho público un documento con su disconformidad: «Ninguna sociedad, y menos pudiendo evitarlo, tiene el derecho de cargar a ningún ser humano con sufrimientos más allá de lo imaginable.»

España siempre ha sido un país cangrejero: a cada paso hacia adelante le siguen nueve pasos hacia atrás. Porque, como leía no hace mucho en una crónica internauta, «aquí siempre ha habido aborto, disfrazado de lo que fuera, y en las condiciones que fuere». Con una diferencia: la seguridad, que no tenía nada que ver según se tratara de una mujer rica o de una mujer pobre. Como siempre también. Se cuenta en la crónica internauta citada cómo, en 1973, una chica de quince años, del Raval barcelonés, fue tratada por una abortera en su propia casa. La tumbó en la cama de su madre y lo hizo todo. «Nunca en mi vida he pasado por algo tan doloroso. Un sufrimiento que se acentúa cuando piensas que estás haciendo algo prohibido». La enfermera le introdujo una cánula fina, flexible, con ayuda de una aguja de hacer media, y por ahí metió la lavativa. La abortera se fue, y empezó el dolor. La muchacha no pudo levantarse de la cama en muchos días. Salvo para expulsar los restos del aborto en un barreño. «No se lo deseo a nadie. Ninguna mujer debería hacerlo en esas condiciones», dice, cargada de razón. Con los años, ha procurado olvidar y ha sido feliz. Pero no ha podido tener hijos, según el médico, por la infección que tuvo tras su intervención clandestina. «Pero muchas morían», recuerda la muchacha con tristeza.

El discurso con que los dirigentes del PP preparan la reforma ya muestra de entrada cómo sus cerebros están varados en mundos obsoletos. Y hoy las redes sociales, de una fuerza cada día más brutal, les vapulean con un desprecio absoluto. Nunca, ni en los peores tiempos del franquismo, se había menospreciado tanto a los políticos, y el descrédito de los miembros del Gobierno se lleva la palma. Todavía no se han dado cuenta de que ya no se puede hablar por hablar, no se puede decir «las mujeres están para violarlas», por ejemplo, porque siempre hay algún enemigo agazapado (igual un «amigo» que está esperando tu caída para ocupar la plaza) que quiere hundirte. Los twitteros entran en tromba ante cualquier frase repajolera. «Con el PP, las ricas abortarán en Londres, mientras en España las pobres morirán en manos de cualquier abortera», explica uno de ellos, cargado de razón, ante las palabras de una diputada llamada Beatriz Escudero que se las pinta sola a la hora de unir palabras huecas.
Pero Gallardón no le va a la zaga: «La libertad de la maternidad es la que hace a las mujeres auténticamente mujeres». Dos diputadas socialistas, Elena Valenciano y Carmen Montón, le interpelaron en el Congreso. «¿Qué le han hecho las mujeres?», le inquirió la primera. El ministro respondió: «Nosotros repondremos el derecho de los no nacidos», para añadir: «La defensa de los más débiles justifica mi vida política». Aunque, como muy bien señala un comentarista, cuando Gallardón se refiere a los «débiles», habla de los seres que aún no han nacido, pues, sobre los débiles ya nacidos, está clara la obsesión de su partido por favorecer a los ricos en detrimento de los pobres.