El independentismo catalán no es cosa de hoy (aunque hoy se ha disparado)

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El éxito de la Via Catalana, con miles y miles de manifestantes pidiendo la independencia del país (que no la consulta, por otra parte implícita), debería llevar al Gobierno central a reflexiones que, por lo visto, no va a hacerse. Siguiendo el talante de su presidente, Mariano Rajoy, también involucrado en el reparto de sobres, ¡vaya tela!, piensa que es mejor mirar hacia otro lado y darle tiempo al tiempo hasta que escampe el temporal.

Minimizar el éxito con falsedades y cifras a la baja no es lo más prudente. Las aglomeraciones masivas son difíciles de valorar, pero la Via era un recorrido lineal de casi 400 kilómetros que, a metro por persona, da 400.000 personas. Encima, por las fotos se puede comprobar que en muchos tramos los manifestantes formaron dos y tres hileras apretadas y que, a todos ellos, se sumaron cantidades ingentes de ciudadanos que desbordaron Barcelona. Aunque el ridículo y la mala intención más notorios proceden de los intentos ultras de esparcir la idea de que se habían utilizado figuras de cartón, y de la vice del Gobierno, la tal Santamaría ‒¡que Dios tenga en su gloria!‒, al afirmar que el Gobierno defenderá los derechos de los seis millones de catalanes que se quedaron en casa y, por tanto, no son independentistas.

La cifra real de no independentistas de que puede presumir el Gobierno no pasa de los cien o doscientos individuos que prefirieron ir a la contrafiesta que organizó el PP en la plaza del Rei. Digamos que fueron 200 ‒seamos condescendientes‒, esos son los notoria y únicamente suyos. Sobre los 5.999.800 que se quedaron en casa, esperemos el momento en que abran la boca, si no les permiten abrir las urnas, y digan qué piensan al respecto.

Pero, bueno, en estos artículos siempre me apunto al pasado, aunque sea inmediato, como espejo de lo que nos depara el presente y nos espera en el futuro. Y ahí es fácil seguir la pista a los movimientos secesionistas, que anidan en nuestro pueblo desde el mismo año 1714 ‒¡hace trescientos casi!‒,  en que el rey Borbón suprimió los derechos constitucionales de Catalunya, impuso el Decreto de Nueva Planta y derruyó un barrio entero de Barcelona para construir la tétrica Ciudadela que no se derribó hasta 150 años después.

Con el siglo xix llegó el espíritu liberal de la revolución francesa, y las ansias de un país mejor y republicano, y con el xx, el primer proyecto político claramente independentista, liderado por Francesc Macià. Aparece Unió Catalanista y se crea la Federació Democràtica Nacionalista. En 1922, Estat Català se organiza y, durante la feroz persecución del dictador Primo de Rivera contra todo lo que oliera a catalán, constituye un brazo militar, Bandera Negra. Pronto encontraría apoyo en ciertos sectores y militantes obreros, también masacrados por aquel dictador asesino. Sin ir más allá, el anarcosindicalista Salvador Seguí se mostró favorable, en algún momento, a la independencia de Catalunya.

En aquellos años, Macià dirigiría una insurrección armada, tras llegar a una alianza con la CNT y otros sindicatos obreros para convocar una huelga general. La insurrección no funcionó, aunque hizo de vocera de las reclamaciones de independencia. Macià, exiliado en Cuba, fundó entonces el Partit Separatista Revolucionari de Catalunya, inspirado en el Partido Revolucionario Cubano de José Martí, un valenciano convertido en héroe de la Revolución, la de entonces. Así, la Constitución cubana sentaría las bases de la proclamada Constitució Provisional de la República Catalana, en 1928.

Resumir el auge del independentismo en los tiempos de la República, la persecución durante las cuatro nefastas décadas franquistas, los movimientos clandestinos, el resurgir con la presunta democracia, es demasiado para este artículo. Saltemos al siglo xxi, cuando la conciencia del país despierta de nuevo y las cifras de partidarios de la independencia crecen de manera espectacular.

En 2009, se celebran la consulta por la independencia en Arenys de Munt y la manifestación Diez mil en Bruselas por la autodeterminación, que lanza las reclamaciones independentistas ya en el ámbito internacional. En 2011, se crea en Vic la Associació de Municipis per la Independència y, en 2012, varios municipios empiezan a proclamarse Territori Català Lliure. Y, como guinda de ese descomunal movimiento popular nacido al margen de los partidos, en 2012 llega una monumental manifestación, la «declaración de soberanía y del derecho a decidir», por parte del Parlament, y la asombrosa Via de este 2013.

Un movimiento social que encuestas de todo tipo han intentado reflejar, con un crecimiento constante de los partidarios del estado propio, frente a federalistas, autonomistas y regionalistas. Así, leemos en la prensa: «El apoyo (popular) a un referéndum en Catalunya sorprende a los partidos» (El Periódico, 2009; Ara, 2010); «El sí a la independencia gana al no por 24 puntos de diferencia» (Ara, 2012); «El 51% de los catalanes está a favor de la independencia y sólo el 18,6 está en contra» (Telecinco 2013) o «El 52% a favor de la independencia» (Cadena SER, 2013).

Dicen los medios de comunicación que la crisis ha azuzado el independentismo. Como ciudadano que escucha y analiza, me permito afirmar que la crisis es una de las mechas, pero el crecimiento independentista se ha disparado con las nuevas tecnologías. Vivíamos estafados y engañados, pero hoy, a un golpe de tecla, nos enteramos de las fortunas que se embolsan banqueros y políticos; de los precios abusivos que pagamos por los servicios públicos, que se encargan a empresas amigas para así montar contubernios que dejan a Alí Babá como un ridículo aprendiz. Y nos enteramos de que la corrupción se ha instalado en todos los estamentos de la vida social y cotidiana, desde los Pirineos hasta el Peñón.

Encima, los catalanes pagamos cantidades abusivas al Gobierno de Madrid,  que las utiliza a su albedrío para devolvernos las migajas, ¡como si no tuviéramos suficiente con los atracos de la Generalitat y tantos ayuntamientos del país, que de mancos no tienen un pelo!

Añado un comentario publicado en la prensa española, que me ha llegado vía Internet, aunque sin firmar, ¡qué lástima!, de un no catalán que no vive en Catalunya: «La unidad de España está bien como lema para ponerlo en un cuartel de la Legión, pero es como la cabra de los legionarios, sólo sirve para marear y dar testarazos. Ahora ya es tarde para dar marcha atrás. Muchos catalanes quieren irse. Yo quiero dejarles marchar. Voto por su independencia que también es mi independencia de tanto debate estéril. Si pudiera, también me independizaría de esta España gobernada por una clase política miserable y castradora».

Es evidente que España y Catalunya están en el mismo proceso de tantas relaciones matrimoniales: no se han separado a tiempo y el rechazo, y al fin el odio, cada vez son mayores. Pero, ¿podemos esperar soluciones de un Gobierno que se pertrecha en su mayoría absoluta, a pesar de haber llegado al colmo del descrédito, y sólo abre la boca para hacer el ridículo y convertirse en una fuente inagotable de chistes e historietas macabras? Pues nada, a esperar tomando una relaxing cup de café con leche en la Plaza Mayor. Pero, cuidado, que esos impresentables no sacan churros, sacan porras.