masala és barreja d'espècies

El turismo de experiencias: de la colonización al canibalismo

Se habla de turismo experiencial o turismo de experiencias para referirse a aquellas actividades o vivencias turísticas que han sido diseñadas y construidas para generar emociones significativas y memorables. Es un concepto elástico y hasta cierto punto «mágico», que abarca todo tipo de actividades más o menos habituales, más o menos extraordinarias, relacionadas la mayoría con servicios de alojamiento, transporte, gastronomía y ocio.

 

Para Brian Chesky, cofundador de Airbnb, «la razón número uno por la que las personas eligen hospedarse a través de la plataforma es que quieren vivir como un local». Esta es también la idea que inspiró «Don’t go there, live there» («No vayas ahí, vive ahí»), campaña publicitaria que la compañía lanzó en 2016 para promocionarse en todo el planeta. Sobre una sucesión de imágenes de turistas haciendo el turista en los puntos más famosos de una ciudad turística, como por ejemplo París, una voz en off sugiere: «Don’t go to Paris, don’t tour Paris»… Enseguida se presenta, por contraste, la alegre «comunidad Airbnb» abriendo de par en par las puertas de sus céntricas casas a travellers de todo el mundo: «Wherever you go, don’t go there, live there», reza el imperativo final del anuncio. Se condensa, en el minuto escaso que dura ese spot, uno de los factores que más impacto está teniendo en la actual mutación del negocio global del turismo.

El turismo de experiencias no es un fenómeno nuevo que sustituya al tradicional; al contrario, viejas y nuevas tendencias se superponen, coexisten, a veces suman y a menudo entran en conflicto. Supone, eso sí, una intensificación de algo que ya venía sucediendo y que en buena medida ha sido posible gracias a una profunda transformación de la ciudad, de la hostelería y del trabajo. Hasta no hace tanto, en los destinos, residentes y turistas vivían separadas, cada una tenía espacios propios, cobijos en teoría infranqueables donde reponerse, tener intimidad, descansar o hacer sus cosas. Era aquello del front y el backstage, el escenario en que el turismo podía desenvolverse a su antojo y el territorio donde las habitantes del lugar hacían su vida, normalmente irrelevante para las visitantes.

En la actualidad, la situación ha cambiado y la frontera entre estas dos esferas se ha difuminado por completo. Una hipótesis de este cambio es que el turismo ya no se concibe como un agente externo a la ciudad. En el caso de Barcelona, se ha pasado en pocas décadas de una «ciudad con turistas» a una «ciudad turistizada». Estos, junto a todo aquello que les compete, se han diseminado hasta tal punto que la urbe es ya un todo que no puede explicarse sin el turismo. No hay dentro y fuera, front y backstage. Desde el punto de vista de la turista, esta situación proyecta en ella una sensación inaudita de libertad y de confianza en su propia autonomía. La ciudad le permite moverse fuera de los canales turísticos «al uso», quitándose de en medio, de un plumazo, el guía, el mapa y el desconcierto de no saber orientarse. No hay más que ver los innumerables grupos o individuos surcando, a lomos de sus bicicletas de alquiler o de aparatos más sofisticados como segways o go-cars, callejuelas, rincones y otros lugares que hasta hace poco, incluso en zonas densamente turistizadas, quedaban fuera de los itinerarios. El paraguas al cielo levantado por la guía ante el nutrido grupo de fieles empieza a ser algo anacrónico.

Esta ampliación ad infinitum del campo turístico en las casas y en la calle transforma también a la tradicional masa de trabajadoras de la hostelería y de los servicios turísticos en general, es decir, a todas aquellas que median de una forma u otra entre el turista y la experiencia turística. Parapetado en una mal llamada economía colaborativa, se ha ido generando un cuerpo de cicerones, joviales, hechos a sí mismos, «alternativos», que con su participación entusiasta en el pastel turístico copan ya parte de la oferta de experiencias disponibles. «Una aventura culinaria para saborear la ciudad con locales» (Eatwith), «un concierto íntimo en el salón de una casa o en el jardín de un castillo » (Sofar), «una ruta por el Raval más canalla» (Meetup), «Paddle surf al amanecer» o «sé Gaudí en nuestra clase de trencadís» (Airbnb Experience), «una guía local para disfrutar la ciudad como si fuera tu segunda casa» (Cool Cousin)… El anfitrión cumple así un papel fundamental a la hora de entretener y llevar al turista de aquí para allá, lejos del rebaño, ofreciéndole experiencias diversas con el correspondiente sello de autenticidad y exclusividad. Al ocultar el carácter mercantil de la relación que se establece entre persona anfitriona e invitada (ahora todas ellas forman parte de una comunidad), se genera una agradable sensación de «ir a tu aire» y no estar sujeto a la planificación de los paquetes turísticos. Estas experiencias dan lugar a una especie de «turista emancipado del turismo». No es casual que la palabra «turista» esté borrada del lenguaje de casi todas estas plataformas digitales y, en su lugar, se hable solo de «viajeros».

Otro elemento que participa en la ecuación que alimenta la experiencia es el aura de intimidad que normalmente se le imprime. Las grandes o pequeñas empresas promotoras permiten participar de escenografías propias del mundo global en la intimidad de un hogar, entrar a los lugares «por la puerta de atrás» o visitarlos en compañía de un grupo selecto de acompañantes. La clave no está solo en el contenido de la experiencia, sino en el diseño de la misma, en aquello que la hace única, distinta, irrepetible. Por lo tanto, el creciente consumo de servicios paraturísticos responde también a una impugnación de los turistas hacia las lógicas del turismo gregario; es una escapatoria al turismo de masas, desde la lógica de la distinción social. Su principal objetivo es volver a la exclusividad de la experiencia individualizada, garante última de la auténtica autenticidad. Se satisface así el deseo de un turismo diferente, flexibilizado, fresco, contrapuesto a un modelo tradicional cada vez menos excitante y más evidente, que empieza a mostrar claros signos de agotamiento, especialmente en los enclaves más saturados.

A pesar de que los destinos se parezcan cada vez más los unos a los otros, aún queda mucho por hacer y experimentar. Tras la escenografía, experiencias bien distintas resultan imprescindibles para el buen funcionamiento del engranaje. Experiencias de trabajadoras que abren falsos perfiles en redes sociales y plataformas, simulando que los pisos son suyos y no de las agencias que los gestionan por decenas. Se encargan, a cambio de comisiones, de hacer trámites en línea con los clientes, dándole un toque más cercano, «persona a persona», a la transacción. O bien visitan Ikea, para amueblar a toda prisa pisos vacíos, ya ofertados en las páginas web. Experiencias de motoristas del check in-check out, que recorren la ciudad día y noche, teléfono en mano, repartiendo llaves en las puertas, recogiendo y distribuyendo sábanas sucias o ya lavadas, dando indicaciones básicas a los recién llegados. Trabajadoras que deben estar disponibles las 24 horas y atender cualquier incidencia como el retraso en un avión, la pérdida de las llaves tras la noche de fiesta o el mal funcionamiento del wifi. Las checkers están bien coordinadas con las limpiadoras, casi siempre las más precarizadas, que tras una llamada acuden raudas a los alojamientos y los preparan para la próxima visita.

Aunque la experiencia del alojamiento sigue siendo la base de Airbnb, desde que las inmobiliarias y los grandes propietarios han ido copando el mercado del alquiler turístico, el proceso se ha mecanizado y virtualizado hasta tal punto que ya no es condición la presencia física de los anfitriones para dar sentido a aquello de vivir «en casa de un local». De hecho, la figura de la persona anfitriona ha sido desplazada del mercado de la vivienda y ha empezado a ocupar otros puestos en la cadena de montaje de las experiencias turísticas. De ella solo queda el capital simbólico que ha ido produciendo en beneficio de la «autenticidad», un capital que es ahora una rica fuente de plusvalías para los verdaderos dueños del asunto.

Cuando Airbnb y tantas otras empresas de turismo experiencial hablan de «convertir a los huéspedes y a los viajeros en una comunidad», lo que están haciendo también es plantear el mercado del alquiler turístico en unos términos supuestamente equitativos, democráticos y abiertos, que buscan disimular su lógica de mercado. En su relato, los clientes no hacen uso de servicios turísticos para relacionarse con la ciudad, simplemente la experimentan tal cual es, ajenos al ajetreo turístico, desde lo cotidiano, al abrigo de sus gentes, que te abren las puertas de sus casas de manera casi altruista. «Casi», claro. En los mundos del turismo p2p (peer to peer, «entre pares»), todas podemos salir ganando, el ánimo de lucro es un estado superado gracias a la virtud de una economía colaborativa, de pequeña escala, que empieza siendo «una ayuda para pasar el mes», «para ir tirando», y que puede acabar en un negocio propio y muy rentable si un día te alquilo la habitación, otro te hago la cena y otro te llevo de bares por Gràcia. Aquello que llamábamos mercado turístico, es ahora, ¡plop!, un lugar de oportunidades para el beneficio colectivo de los prosumidores.

El turismo experiencial que ofertan estas plataformas y comunidades ha acabado captando, aquí y allá, una parte nada despreciable del flujo turístico en las ciudades. La puesta en valor de bienes y recursos socioculturales por parte de los cicerones supone una fuerte competencia para los servicios tradicionales como mínimo en dos aspectos: en lo simbólico, por el grado de autenticidad y exclusividad con el que impregnan cada experiencia —quién mejor que un «local» para conocer la verdadera ciudad—, y en lo económico, por el nivel de extrema externalización y precarización laboral, lo que revierte en grandes plusvalías para las plataformas-empresas normalmente libres de toda fiscalidad. Todo lo anterior no hace sino reforzar aún más las relaciones de poder del mercado turístico y favorecer la reproducción y el mantenimiento de sus lógicas más perversas.

No hay límites para el mundo de las experiencias turísticas. El cartel de 2019 para el Salón de Turismo de Barcelona, ahora rebautizado B-Travel, ilustra muy bien esa máxima voraz. Un cucurucho chorreante, coronado por una bola de reclamos turísticos, nos invita a saborear el sinfín de posibilidades que ofrece el planeta. «Un mundo a tu gusto», dice el eslogan. El período colonial del turismo, aquel que asentó la turistización del mundo, da paso ahora a una fase deglutiva, caníbal. Y nosotras somos parte del menú.