Dolores Juliano: «La discriminación sobre el trabajo sexual en estos momentos está muy ligada con la cuestión de la extranjería de las mujeres.»

Poca es la literatura infantil dedicada a explicar a los niños en qué consiste el trabajo sexual. Si a alguien hay que agradecerle que haya incursionado en ese terreno es a Dolores Juliano. Antropóloga nacida en Argentina y radicada en Barcelona desde la década de 1970, Juliano trabaja desde hace años en temas de género, inmigración y discriminación. Con ese bagaje ha escrito libros como Excluidas y marginales (Madrid, Cátedra, 2004), Marita y las mujeres de la calle (Barcelona, Bellaterra, 2004) o Les altres dones: la construcció de l’exclusió social (Barcelona, Institut Català de la Dona, 2005). Conversamos con ella sobre las formas de exclusión social que sufren las trabajadoras sexuales.

Como antropóloga y persona comprometida, tú nunca has estado lejos de la realidad de la prostitución en Ciutat Vella. ¿Cómo afecta la exclusión y la marginación social al colectivo de las trabajadoras sexuales?

He estado trabajando bastante el tema del trabajo sexual porque me interesa la cuestión de la estigmatización. Es decir, cómo a algunos grupos se los construye desde la otredad, desde el no reconocimiento de lo que tenemos en común. Se da con otros sectores de mujeres: lesbianas, madres solteras, inmigrantes y también con un grupo muy estigmatizado, muy invisibilizado socialmente: las presas, las mujeres que delinquen. Sin embargo en el caso de las trabajadoras sexuales es muy evidente.

Los sectores que tienen menos acceso al poder tienen más dificultades para hacerse oír. No se considera a las trabajadoras sexuales porque… ¡qué van a decir ellas! Su discurso no es creíble socialmente. Sólo tienen una remota posibilidad de hacerse escuchar cuando pasan por el tamiz de «los técnicos». Es decir, las organizaciones o profesionales que nos acercamos a trabajar con ellas. Y, aun así, es difícil, ya que como nos dedicamos a esos temas de poca aceptación social, perdemos credibilidad.

¿Cuál es tu percepción de los cambios respecto a las políticas públicas de criminalización, de transformación del barrio?

Diría que se sigue incidiendo en la transformación de ciertos colectivos en «otros». Es curioso, hace años que existe trabajo sexual en el Raval. Ahora bien, hasta hace un tiempo, se trataba de mujeres españolas, muchas eran de Barcelona, la mayoría de áreas rurales catalanas o inmigrantes de otros lugares del Estado español. Eran «otras», en el sentido de que lo eran para el discurso moralista: «mujeres perdidas», «degradadas», «viciosas». Cambian los tiempos y cambia también la población que se dedica a este trabajo, en la actualidad predominan mujeres inmigrantes. Ahora no se usa el discurso de la «moralidad diferente» pero sí el de la «extranjeridad»; son «otras» porque vienen de fuera. Se las criminaliza y victimiza al mismo tiempo. Este discurso imperante presupone que si vienen de otra parte es porque alguien las ha traído, las ha obligado; han sido extorsionadas por delincuentes de su propio grupo étnico. Por tanto las ven como manipuladas y manipulables. Sea cual sea el nivel de autonomía que ellas reivindiquen no se les tiene en cuenta. Con este discurso se consigue, por un lado, criminalizar a los hombres y, por otro, victimizar a las mujeres. En este momento es mucho más fácil hablar de trata, un fenómeno que existe pero que es bastante minoritario, que hablar de trabajo sexual.

Sin embargo, la cuestión de los derechos de las «víctimas», de ellas como protagonistas, tampoco tiene mucha resonancia. ¿Espera, el poder, que la «víctima» de la trata sea sumisa y cómoda?

No se acepta que las mujeres puedan reivindicar un cierto nivel de autonomía. No se está dispuesto a concederles cosas tales como elegir; entre otras cosas, elegir quedarse cuando lo que se espera es que estén muy agradecidas de que se las meta en un avión para regresar a su país. Lo que se les pide, a todas las mujeres en prostitución, no es tanto que no existan, sino que sean invisibles. En el fondo, la sociedad no se preocupa tanto por el hecho de que exista el trabajo sexual —resulta cómodo en términos de estructura social, incluso en esta sociedad tan capitalista está legitimado por la ley de la oferta y la demanda—; lo que se espera de ellas es que no estén en la calle, que no se las vea.

Como sociedad nos negamos a ellas con todos nuestros sentidos: no queremos verlas ni escucharlas y, por supuesto, ¡tampoco tocarlas! ¿Por qué se construyen con tanta fuerza la estigmatización y el rechazo? Debemos preguntarnos cómo y por qué, para ser como somos, necesitamos que existan esas «otras», sin palabras, sin derecho a hacerse escuchar. ¿Por qué segregamos socialmente a determinados sectores? Es un problema de la estructura social, no de lo que ellas son. No es un problema de ellas, es un problema nuestro como sociedad.

Parece que la invisibilidad de ciertos sectores, ese «no verte, no oírte, no tocarte», también tiene que ver con el debate acerca del espacio público, del modelo de ciudad y, por tanto, con los barrios…

El uso marca espacios permitidos y prohibidos para determinados sectores. Aquellos con mayor poder tienen acceso a casi todos los espacios, en cambio los sectores de menor poder acceden a una cantidad muy limitada. Como si en determinados barrios —en todos los barrios para determinadas personas— existiera, implícito, un cartel de «reservado el derecho de admisión». Si el espacio público es público y todas las personas podemos detenernos, hablar y concretar cualquier negocio en él, ¿por qué hiere a la sensibilidad ciudadana que las prostitutas negocien en el espacio público? Si se prohibiera la actividad sexual sería, acaso, comprensible; pero lo que hacen las mujeres prostitutas en el espacio público no es una actividad sexual, es simplemente conversar. Y ni siquiera eso les está permitido.

En algún momento se habló de la incoherencia de que fuesen únicamente las actividades sexuales de pago las que estuviesen penalizadas. Si lo que molesta es ver sexo explícito, ¿no debería ser irrelevante si se cobra o no?

Sí. Lo curioso es que este hecho de prohibir en el espacio público se acaba transformando en una prohibición general. Por ejemplo, las mujeres que no ejercen prostitución «no deben ir» a las zonas donde se ejerce porque se ha interiorizado la idea de que las trabajadoras del sexo son «otras», que si se comparte el mismo espacio es contaminante y peligroso, cuando realmente no hay riesgo. Me resulta curioso, por ejemplo, que con la nueva Filmoteca en el Raval haya quien dé una vuelta para no pasar por determinadas calles aunque sea el camino más directo. Es sencillamente porque allí hay trabajo sexual y existe una prohibición interiorizada de que no es un lugar «apropiado».

El proyecto en que estás trabajando últimamente se basa en cómo y por qué determinados sectores, que tienen problemáticas específicas, no son escuchados ni tenidos en cuenta. Respecto a la legitimación y deslegitimación de ciertas voces, ¿cuáles son las ideas que pueden permitirnos empezar a escuchar y a ser escuchadas?

Mientras creamos que hay una sola manera correcta de interpretar las cosas y que las demás son erróneas, será difícil tomar consciencia de que pueden haber distintos discursos legítimos. Nos hemos acostumbrado a pensar cuál es «la verdad sobre esto», a partir de una educación basada en el discurso científico. Y aunque sobre temas sociales puede haber distintos discursos, otorgamos validez sólo a uno y a los sectores que lo repiten. Cuando aceptemos que vivimos en una sociedad múltiple, con múltiples problemas y múltiples discursos válidos —no es lo mismo el punto de vista de las mujeres que de los hombres, o el de un sector con pocos recursos o con muchos, o el de una persona inmigrante o una nativa—, entonces podremos empezar a escuchar.

¿Qué peso tienen las alianzas en este análisis? Pensando en las formas más diversas de organizarse…

Las alianzas son importantes. Recuerdo que cuando comenzamos a colaborar con trabajadoras del sexo, nuestro objetivo era ayudarlas a organizarse y que en otro momento siguieran ellas solas. Nos decían que no, que nos les interesaba, porque a ellas solas nadie les hacía caso. Las prostitutas son conscientes de que, por su posición desvalorizada, les resulta muy difícil hacerse escuchar y buscan alianzas con sectores que tengan más posibilidades. Aunque, al final, las organizaciones o las personas que trabajamos con sectores marginales acabamos participando de su descrédito. Más que infundir credibilidad nos hacemos poco creíbles.

El panorama no es fácil pero ¿alrededor de qué ilusiones y desilusiones podríamos seguir trabajando?

Creo que una de las mayores dificultades es asumir que individualmente vamos haciendo camino pero socialmente se producen muy pocos cambios. Cuando salimos del pequeño círculo de gente que trabaja cercana tenemos que repetir hasta el infinito el mismo mensaje, que muchas veces no se corresponde con el punto en el cual una está. Llega un momento en que produce verdadera fatiga. Te encuentras con el mismo prejuicio repetido miles de veces y te preguntas ¿no se podrían haber modificado mínimamente los prejuicios de base? Esto es lo que produce mayor desilusión. Pero, si lo miramos desde un punto de vista optimista ―¿y por qué no hacerlo?―, hemos ido avanzando. Tenemos un mejor conocimiento colectivo, mayor experiencia. Es un logro que podemos compartir mucho o poco . Tenemos mucha experiencia en el fracaso, es cierto, pero el mayor fracaso sería no intentarlo. Por eso seguimos.

 

Barrios con o sin legitimidad

¿Ocurre lo mismo con los barrios que con las trabajadoras sexuales?

Quienes tienen muy poco poder y están en posiciones sociales diferentes generan discursos alternativos, pero son sistemáticamente deslegitimados. Sucede igual con las zonas de poco prestigio de la ciudad, como el Raval. Normalmente no se consulta al colectivo vecinal y se hacen planes urbanísticos que, en última instancia, tienen como función reemplazar a ese vecindario por otro, basándose en un criterio económico.

La campaña vecinal de «Queremos un barrio digno», que comenzó en el Raval, legitima a unas voces frente a otras…

Esa presunta legitimidad, dada a unos ciertos sectores de vecinos, existe en la medida en que su discurso coincida con el discurso imperante, dominante. No se reconoce el discurso del otro. ¿Qué pasaría si estas asociaciones vecinales adoptaran un discurso alternativo? El reconocimiento real, en definitiva, debería ser el reconocimiento de disentir.