La logística del terror contra los migrantes sin papeles en Estados Unidos

Ravi Ragbir, director y cofundador de la New Sanctuary Coalition en Nueva York, fue detenido por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) el 11 de enero de este año cuando se presentó a una de sus audiencias. Ravi es reconocido en Estados Unidos por liderar el movimiento por los derechos de las personas migrantes. Igual que a Jean Montrevil, activista haitiano cofundador de la misma organización, los funcionarios del ICE le esposaron y lo fletaron rápidamente en un avión con destino a una cárcel en Miami. Tras decenas de manifestaciones y el apoyo legal de entidades y abogadas solidarias, Ravi logró regresar a su casa en Nueva York y permanece en Estados Unidos en libertad hasta que su estatus migratorio sea dictaminado. No sucedió así con Jean Montrevil, deportado a Haití de manera casi inmediata tras su detención en la misma semana que Ravi.

Sandra López, migrante indocumentada y madre de tres hijos, Alex, Edwin y Areli, se refugió en una iglesia local en Carbondale (Colorado) para evitar su deportación a México. Es una de las organizadoras de la Coalición por los Derechos de los Inmigrantes en ese estado y ha recurrido, como una cuarentena de activistas más, a la red «santuario» como último recurso para permanecer en el país donde ha vivido durante 17 años y donde han nacido y crecido sus hijas. El informe llamado «Santuario en la era de Trump» (por Sanctuary Not Deportation! y Church World Service) indica que en Estados Unidos hay, a día de hoy, más personas refugiadas que en cualquier otro momento desde la década de 1980, cuando esta red daba acogida a exiliadas de varios países centroamericanos.

Jesús Chávez Flores es uno de los 120 migrantes detenidos por el ICE en el centro de detención del Northwest (estado de Washington) que iniciaron una huelga de hambre en protesta por las condiciones de la prisión, administrada por la compañía privada Geo Group. Su delito es no tener documentos que acrediten su «estatus legal». Jesús, entrevistado por Amy Goodman de Democracy Now!, asegura haber sido golpeado brutalmente y confinado a una celda de aislamiento.

Estas personas, sus familias y sus historias son representativas de lo que, bajo el discurso del odio de Donald Trump, se está configurando actualmente en Estados Unidos: la represión centrada en organizaciones y activistas por los derechos de las migrantes, la vinculación de las deportaciones con el negocio del sistema penitenciario y la separación forzada de familias, que implica la detención y deportación de aproximadamente 45.000 madres y padres de niños nacidos en EE. UU., que han sido entregados al Child Welfare System en lo que va de esta administración. Pero también lo es del resurgimiento del Movimiento Santuario, una red de unos mil templos e iglesias en diferentes ciudades y comunidades que brindan refugio a migrantes perseguidas o a punto de ser deportadas. Este movimiento es solo un frente de los distintos espacios organizativos que apoyan a los migrantes y que están resultando ser un modelo estratégico de resistencia y «protección» en funcionamiento en estados como California y en diferentes ciudades estadounidenses. Recientemente la alcaldesa de Oakland, con el apoyo de múltiples entidades comunitarias, figuras públicas progresistas, abogadas y profesorado de izquierdas, declaró esta ciudad «santuario». Lo que significa que ningún servidor público local cooperará con el ICE en la detención de miembros de familias migrantes sin papeles. Dicho posicionamiento dejó claro en vísperas de las redadas que, con estas redes de apoyo oficiales y no oficiales desplegadas, las migrantes sin papeles tendrán un apoyo significativo que podría evitar la separación familiar.

No obstante, las deportaciones o removals de indocumentados ascendieron en 2017 a 226.119; a 240.255 en 2016 y a 235.413 en 2015; en números totales representa un descenso, aunque existe un supuesto incremento del 10 % en deportación de «criminales» en el último año.(1) A la sombra del discurso y las acciones del actual presidente se articula una máquina antimigrantes que se ha ido construyendo formalmente desde la administración de George W. Bush. A pesar de que Barack Obama, a partir de 2009, atenuó la agresividad de las leyes migratorias para «priorizar» la represión a las personas con antecedentes criminales, poco después de las grandes manifestaciones de trabajadoras migrantes de 2006, en los 30 principales centros urbanos estadounidenses comenzó una sistemática descalificación y denostación mediática y también la identificación de organizaciones en pro de los derechos de las migrantes.

Canek Hache, educador y activista con base en Washington DC, deportado desde el aeropuerto de Detroit a México en los primeros días del 2007, explica: «En un interrogatorio de seis horas, tres agentes del ICE tuvieron acceso a toda la información personal mía que puedas imaginar; actividades de apoyo y acompañamiento a compañeras en proceso de detención o deportación que no eran necesariamente públicas; información sobre amistades, familiares o actividades en mi lugar de origen… Sin tener derecho a forma alguna de defensa legal, me acusaron formalmente de “intentar” vivir ilegalmente en “su” país y de mantener “actividades laborales” sin autorización, con la posibilidad —al declararme culpable— de ser detenido e ir a juicio —y a un centro de detención— o ser detenido y deportado. […] Se trataba de que por mi propia voluntad me autoinculpara […] y señalara nombres, lugares o identificase a alguien».

Tras siete horas de incomunicación en el aeropuerto —prosigue Canek—, «fui esposado y entregado a dos agentes sin identificación alguna, vestidos de negro (tiempo después, al compartir mi testimonio con el profesor y reverendo Guy Hutchinson, del Movimiento Santuario en Washington DC, reconocimos que se trataba de dos alguaciles, o marshalls, que cumplen servicios para el orden federal), que me transportaron en la madrugada a un pequeño centro de detención. Hasta entonces, pude tener comunicación telefónica con mi compañera; nunca me agredieron verbalmente, sin embargo me trataron en todo momento como a un bulto.

»A la mañana siguiente, los mismos agentes fueron a por mí: nunca me miraron o me dirigieron la palabra; me percaté de que estaba en una zona fronteriza (con Canadá), me subieron a una furgoneta y me entregaron a otros agentes del ICE en el aeropuerto, quienes me comunicaron que se había hecho una petición legal para detener el proceso, pero que ellos eran de otro turno y no les correspondía actuar. Me escoltaron esposado hasta un avión que me condujo directamente a Ciudad de México. Tras media hora de vuelo, el mismo piloto a quien fui entregado me devolvió mis papeles de identificación y pertenencias. Me prohibieron el acceso a EE. UU. por cinco años».

A la luz de lo que sucede ahora, diez años más tarde, el testimonio de Canek y el procedimiento al que fue sujeto se revela como un «modelo» que las consecutivas administraciones federales han instrumentalizado de manera «ejemplar», en sus propios términos. En esta experiencia queda patente la jerarquía que la Homeland Security tiene sobre todas las demás instituciones, ministerios e individuos, y la vinculación del ICE tanto con los marshalls como con los departamentos de policía estatales y locales, incluyendo convenios con las aerolíneas —estadounidenses, en este caso—. El procedimiento está dirigido además a confinar a las personas en centros de detención, propiedad de operadoras carcelarias privadas contratadas por el Estado y, a menos que se dé un apoyo organizativo comunitario y una respuesta jurídica inmediatos, separarán a la persona de su espacio de vida cotidiano, con el efecto demoledor que eso genera en ella misma y en sus círculos sociales y familiares. La sensación de humillación y de mancillamiento de la dignidad es un golpe traumático que, como a Canek, podría costarle a cualquiera más de siete años sobrellevar en aras de involucrarse nuevamente en una lucha cotidiana.

Aplicar la doctrina del shock, traumatizar, quebrar y desmovilizar a la población que resiste a este tipo de agravios es la apuesta de la actual administración, no solo contra la población y las asociaciones de migrantes, sino también contra cualquier forma de discrepancia y oposición, como es el movimiento Black Lives Matter. Sin embargo, también el movimiento por los derechos de los migrantes, en algunos casos de forma coordinada con otros colectivos sociales y laborales, está construyéndose y creciendo en cada lugar y ciudad «santuario», y en cada espacio de organización por modesto que sea.

Probablemente no sean Corea del Norte, Venezuela, Irán o algún otro país musulmán o de América Latina los que estén en la mira de la máquina de guerra estadounidense en este momento. Hoy, el dispositivo tecnológico de vigilancia política y de represión más definitivo está centrado en lo que han convertido en su «enemigo interno» quizá más desafiante y «amenazador»: los más de doce millones de migrantes sin papeles.

Desde la entrada en vigor del COINTELPRO (programa de contrainteligencia del FBI) en 1956 —con objetivos como la división del Partido Comunista de EE. UU., el desmantelamiento del Partido de Trabajadores Socialistas en 1961, de los grupos nacionalistas afroamericanos, específicamente del Movimiento de Liberación Negra, incluyendo las Panteras Negras y la Nación del Islam, así como del movimiento pacifista en contra de la guerra en 1968— no se había articulado con tanta magnitud un engranaje integralmente federal y omnipotente como es el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, creado con base en la Homeland Security Act y sancionado como ley en 2002 por George W. Bush tras los atentados del 11-S en Nueva York; del cual el ICE es una de sus veinticinco «oficinas» o frentes.

Hará un año, John F. Kelly (ex líder del Comando Sur de EE. UU. y general de la Fuerza Múltiple-Oeste en Irak), justo después de su nombramiento como secretario de Seguridad Nacional por la actual administración para «encabezar la urgente misión de detener la inmigración ilegal y asegurar nuestras fronteras» y «mejorar los vínculos entre la Inteligencia de Estados Unidos y la policía», declaró ante los medios que no se realizarían deportaciones masivas y que no se utilizaría «al ejército para perseguir a indocumentados». No obstante, reiteró que se implementarían las nuevas instrucciones migratorias, entre las cuales destacan la contratación de 10.000 nuevos agentes para el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas y 5.500 plazas más para la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza. De las cuales, según el comunicado de la Casa Blanca del 21 de febrero de 2017, 500 serían «agentes especiales que operarán en mar y aire».

La intersección entre la aplicación de las leyes migratorias, el sistema privado de centros de detención, el Child Welfare System —que acoge a niñas y niños separados a la fuerza de sus padres deportados—, es decir, el encarcelamiento de indocumentados y su separación familiar temporal o para siempre, así como la persecución política y policíaca de organizadores, líderes y activistas indocumentados dan cuenta de una logística del terror, de una estrategia social que viene articulándose por lo menos desde el año 2006, con el resultado en la actualidad de una escalada en la fragmentación y confrontación raciales, sociales y de clase en EE. UU.

Un escenario que solo puede ser y es subvertido en diferentes espacios, principalmente urbanos, que están saliendo de la sombra. Un contexto en que la solidaridad, la autodeterminación y el diálogo presentan múltiples colores, resistencias y sabores; un entorno que se expresa al menos en cincuenta lenguas distintas y aprende de sus lugares de origen y sabe cómo sobrevivir entre y con muchas y muchos otros en tiempos de guerra. Un lugar en donde, como dijera Mumia Abu-Jamal, para resistir queda solo organizarse, organizarse, organizarse.

 

(1) Según el Informe de Operaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de 2017, www.ice.gov/removal-statistics/2017.