La reducción de daños y la miseria de la política

Decir que las políticas públicas sobre reducción de daños en drogodependencias han ido muy por detrás de las propuestas de asociaciones y de los movimientos ciudadanos es ciertamente un difícil ejercicio de diplomacia. Una mirada histórica sobre los recursos púbbaix_baluart2_2010licos permite ver con facilidad que a lo largo de los años, las administraciones tardaron –y demasiado– en salir de sus ideas ancladas en programas libres de drogas para, al final, asumir la necesidad de incorporar la reducción de daños como parte de sus intervenciones.
A principios de la década de 1980, nace SPOTT en la calle de Sant Honorat, a metros de la plaza Sant Jaume y en un edificio que se dice era un antiguo burdel. Este primer recurso público sobre drogodependencias impulsado por la Diputació de Barcelona estaba liderado por un grupo de médicos, psicólogos y psiquiatras, que buscaban respuestas en experiencias de tratamiento, cuando aún todo estaba por hacer. En 1985, se crea el Plan Nacional sobre Drogas, de ámbito estatal; su importancia radica en que destina una cantidad importante de dinero que permite la creación de infraestructuras y, por lo tanto, de servicios repartidos en las diferentes Comunidades Autónomas. A partir de aquí, la ciudad de Barcelona, y bastante más tarde la Generalitat, comenzarán a crear sus redes asistenciales. En concreto, en 1987, se crea la red de Centros de Atención y Seguimiento (CAS) por toda Catalunya, pilar de la red de servicios públicos dirigidos a atender personas en situaciones de drogodependencia.
Si bien las políticas públicas invierten más en centros de atención y en infraestructuras, lo hacen bien poco en relación con la adecuación de las intervenciones a la realidad. A finales de la década de 1980, en pleno apogeo del consumo de heroína y con la pandemia del VIH en crecimiento exponencial, algunas entidades sociales ponían en marcha los primeros programas experimentales de metadona e incorporaban en los años sucesivos el intercambio de jeringuillas como ejes de la reducción de daños en drogodependencias. Desde las administraciones, mientras tanto, se empecinaban en cuestiones morales y en discursos taxativos sobre las drogas, amparándose en argumentos tales como «no fomentar el consumo».
En realidad, no será hasta 1992 cuando los recursos públicos comiencen a extender la dispensación de metadona como práctica de reducción de daños a través de los CAS. Ni que hablar, entonces, de la aparición trágicamente tardía en la red pública asistencial de los programas de intercambio de jeringuillas, que tantas muertes por transmisión de infecciones hubieran podido evitar; los llamados «PIX», por sus siglas en catalán, tardarán años en llegar. Sólo cabe recordar la batalla impulsada en 1996 por diferentes asociaciones para permitir el desarrollo de estos programas, por ejemplo en el ámbito de las prisiones.
Los recursos públicos han ido incorporando con cuentagotas las políticas de reducción de daños en el ámbito de las drogodependencias, casi siempre por detrás de las organizaciones no gubernamentales y de las mismas asociaciones de personas usuarias de drogas, que comenzaron a crearse a principios de la década de 1990 en busca de un reconocimiento de sus derechos. Las salas de venopunción no son una excepción a esta regla pero, pese a ser defendidas por todas las asociaciones como un elemento fundamental para la reducción de daños, continúan poniéndose en cuestión. Su implantación fue, en su momento, motivo suficiente para que saltara por los aires el acuerdo de 1994, alcanzado por todas las fuerzas políticas, por el que se comprometían a mantener las políticas públicas sobre drogas lejos del juego de demagogias y pactos electorales.
Al parecer, según puede deducirse de las idas y venidas de las votaciones sobre el actualizado Plan de Drogas de la ciudad, cierta clase política del consistorio de Barcelona vuelve a las andadas. Sería una lástima que volviéramos a encontrarnos de nuevo en ese punto tan miserable. Sin lugar a dudas, las intervenciones dirigidas a reducir el daño son una bandera histórica que marca la línea que seguir en las políticas públicas para no volver a perder tiempo en el camino. Un tiempo que ha costado la vida de personas y que, aún hoy, reclama responsabilidades políticas.