Un sol de injusticia

¿Se tambalea el gigante? El modelo turístico que ha ido implantándose en Barcelona desde hace tres décadas es cuestionado cada vez más por sus habitantes. Ese cuestionamiento crítico no es nuevo, exsitía ya desde sus inicios, cuando la ciudad, promocionada como la mejor tienda del mundo, empezó a tomar posiciones en el mercado turístico global. Pero aquellas eran voces aisladas, que a duras penas conseguían hacerse oír más allá de los círculos académico-activistas. Sin embargo, las que se levantaron el pasado verano, más o menos estridentes, en distintos barrios de la ciudad como la Barceloneta, el Gòtic, el Raval, Gràcia, Sagrada Família o Poble Sec, al grito —por resumir— de «La ciutat no està en venda», han situado el asunto en una nueva dimensión. Tanto es así que la derrota electoral del ex alcalde Trias puede atribuirse, en parte, a su gestión en este campo.

Durante muchos años, desde el tiempo de la gran transformación olímpica, uno de los mantras que ha acompañado la turistificación de Barcelona tiene que ver con la generación de empleo. En 1990, Barcelona acogió a 1,7 millones de visitantes y no hay cifras sobre qué supuso eso económicamente. En 2014, se contabilizaron 27 millones de visitantes, si sumamos los 15 millones que pernoctan en alojamientos turísticos y 12 millones más con campo base en la Costa Brava, la Costa Dorada o los grandes cruceros, que sólo pasan unas horas al día en la ciudad. Según el Ayuntamiento, actualmente el sector deja 25 millones de euros al día, emplea a 120.000 de sus vecinos y representa el 15 % de su PIB.

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La industria turística entró aquí como un transatlántico en la década de 1980 y colonizó a la vez el espacio y el relato. Apenas había preguntas, sólo números estratosféricos y líneas disparadas hacia arriba que reventaban las gráficas año tras año. Un «éxito» colosal, que proyectó la ciudad al ámbito internacional y forjó las líneas maestras de una sólida alianza local entre el poder económico y el poder político, que, en el tránsito del modelo a la marca, ha tenido como bandera un argumento que parecía irrefutable: el maná.

El crecimiento sostenido de la ecuación visitantes / inversión / empleo fue conformando en paralelo una marcada ideología del turismo según la cual el crecimiento indefinido de visitantes es un hecho que beneficia a toda la sociedad y del cual deberíamos sentirnos orgullosos. En palabras del historiador Agustín Cócola, «esta “ideología del turismo” no sólo es la idea dominante en los medios de comunicación, sino que es aplicada diariamente por medio de políticas públicas cuyo principal objetivo es más promoción, más visitantes y más beneficio. Es entender la ciudad como una “máquina de crecimiento”, que es precisamente la base por la cual se sustenta el capitalismo».

A pie de calle, sin embargo, ya pronto se empezó a percibir que todo aquello, según como se gestionase, podía acabar muy mal. Y a medida que problemáticas de largo alcance como la gentrificación, la sobreocupación del espacio público / privado, la masificación o la tematización de zonas enteras de la ciudad se han ido enquistando, el relato dominante del maná ha ido redoblándose como cortafuegos en boca de sus gestores públicos y empresariales.

A partir de 2008, los estragos causados por el estallido encadenado de las burbujas financiera e inmobiliaria dieron nuevos bríos al relato. «Al turismo, ni tocarlo —repetían—, es nuestra principal arma contra la crisis.» Sorprendentemente, desde el pasado verano se ha modificado el marco referencial. La «ideología del turismo» ya no es un rodillo y cada vez más gente se pregunta qué esconde esta imponente nave en sus galeras. O cuáles son y quiénes recogen, de verdad, los beneficios económicos que genera. Ese cambio en la mirada vecinal se debe, en parte, a la percepción creciente de que el turismo no beneficia al conjunto de la sociedad. Las malas condiciones laborales, la nula redistribución, la constatación, en suma, de que hay sectores seriamente perjudicados con el tinglado empiezan a identificar esta industria global como un agente de desigualdad social y precarización. Y el mantra ya no cuela tan fácilmente.

Hostelería: explotación «todo incluido»

El caso de la hostelería es paradigmático y muestra hasta qué punto el empleo que el turismo crea en la ciudad es hoy un territorio abandonado por completo a los caprichos del mercado. «Los abusos vienen por todos los flancos», explica Jesús Lodeiro, trabajador y miembro del comité de empresa de un hotel de lujo. En la sede de UGT, desde un despacho con vistas al hotel Barceló-Raval, cuenta que en el sector «la gente está acojonada y aguanta lo que le echen. Jornadas irregulares, avisos de un día para otro, amenazas y persecuciones cuando coges la baja. Es increíble. Estas empresas van con el mando a distancia y el látigo en la mano. Juegan con el miedo de la gente y no encuentran resistencia alguna».

Lodeiro se refiere a las empresas subcontratadas de servicios integrales o «multiservicios», como Acciona —un panzer con un volumen de negocio astronómico, presente en los cinco continentes—, Clece —cerca de 70.000 empleados y un 11,5 % de crecimiento anual en la última decada— o Indiana Rooms, dedicada exclusivamente a servicios hoteleros, entre otras. En los últimos años, este tipo de empresas han reventado el mercado a la baja a base de exprimir a los trabajadores hasta límites insospechados. Tocan todas las teclas —limpieza, camareros, chóferes, servicios de mantenimiento…— y firman convenios integrales con los que el empresario se ahorra un coste brutal.

«Externalizar los servicios ha implicado un franco empeoramiento de las condiciones en el sector»; se suma a la conversación Óscar López, vicesecretario general de Servicios para la Movilidad y el Consumo de UGT. Argumenta que, desde 2008, la situación de los trabajadores ha cambiado radicalmente y define el panorama actual como «una lacra» que se está dando en muchos sectores, pero principalmente en hoteles y restaurantes. «Una camarera de piso que cobraba unos 1100 euros en plantilla, ahora cobra 700 por el mismo trabajo. Hay compañeros y compañeras con contratos de 20 horas que tienen que hacer 30. Las 10 horas de más no las cobran. Y si no las haces, a la calle. Es así de bárbaro. Hemos tenido casos en que a las camareras de piso les pagaban un euro por habitación», se lamenta.

Según los datos que maneja el sindicato, los máximos abusos se dan entre las trabajadoras migrantes. «Parece que los empresarios tengan derecho de pernada, les hacen de todo. Muchas trabajan sin nómina ni posibilidad alguna de reclamar ningún derecho. Hay un subsector cada vez más importante de dinero negro en la hostelería», concluye López.

En establecimentos de lujo como el hotel W —conocido popularmente como «hotel Vela»—, el hotel Ars o el Barceló, la situación es de desregulación total. «Si ahora buscásemos cuántos trabajadores fijos tienen algunas de estas empresas, te quedarías anonadado —apunta Lodeiro—. Dirías: “No puede ser, con esta plantilla no se puede llevar un hotel de 400 habitaciones. Es imposible”. […] Hay hoteles de nuevo cuño —prosigue— que abren con 1000 trabajadores y que a los tres meses se quedan con 600-700. Sistemáticamente, van despidiendo y rescindiendo contratos.»

Entre otros muchos, el caso concreto del hotel W puede servir como ejemplo de la deriva que va tomando el negocio. «Allí han hecho grandes campañas publicitarias relativas a lo laboral, pero es pura trampa. Cubren 500 plazas hoy, que mañana están en la calle», afirma Lodeiro.

La empresa matriz, Starwood Hotels & Resorts Worldwide, Inc. es una de las mayores transnacionales hoteleras del mundo, con más de 1200 hoteles en 100 países y 180.400 empleados, según sus propias cifras. Opera en todo el planeta bajo las siguientes marcas: St. Regis®, The Luxury Collection®, Westin®, Le Méridien®, Sheraton®, Four Points®, Aloft®, Element® y W®, su franquicia en Barcelona, Nueva York, Los Ángeles y París, entre otras capitales.

Es habitual, en una búsqueda simple en Internet, encontrar ofertas de trabajo asociadas al hotel W en Barcelona, sobre todo como supervisor/a de pisos, bajo el epígrafe «Un wow en estilo, calidad y limpieza». El trabajo —reza la oferta— consiste en «supervisar las operaciones de limpieza llevadas a cabo en una planta asignada del hotel, liderando a un equipo de camareras y camareros de piso, para verificar que su nivel de estilo y limpieza cumple con los requisitos de calidad definidos por W®».

Una camarera de piso en un hotel de estas características tiene la obligación de cubrir un cupo determinado de habitaciones al día. A grandes rasgos, el trabajo, habitación por habitación, consiste en hacer las camas, cambiar la lencería, airear los colchones y ventilar las habitaciones. También hay que fregar el suelo, pasar el aspirador por las alfombras y sacar el polvo; limpiar los baños y reponer toallas, ropa de baño y productos de higiene personal. Además, se comprueba que televisores, radios y aparatos de aire acondicionado funcionen correctamente y se reponen los productos del minibar. En cada caso, la trabajadora debe librar al encargado de planta los artículos olvidados por los clientes, informar sobre los posibles daños producidos y recoger la ropa destinada a la lavandería.

El número mínimo de habitaciones que limpiar en una jornada se ha incrementado exponencialmente en los últimos tiempos. Si hace unos años la media rondaba entre las 14 y 16 habitaciones, actualmente supera con creces las 20. La relación entre supervisores y camareras es cada vez más tensa. Y el miedo a perder el trabajo domina casi todo el ámbito cotidiano.

El papel de las administraciones

Tanto López como Lodeiro son muy críticos con el papel jugado por las distintas administraciones ante estos abusos. «Tienen gran parte de culpa. Se llenan la boca, día sí y día también, con el turismo, pero realmente luego no ponen las herramientas necesarias para que se respeten una mínimas condiciones laborales de los trabajadores. Las facilidades que ha dado el Gobierno para poder rescindir contratos influye mucho. Y el Ayuntamiento, por su parte, cobra las tasas y lo demás le importa un pito», afirma López.

«Las inspecciones de la Generalitat tampoco actúan muy profesionalmente que digamos —apunta Lodeiro—. Cuando tu vas acompañándolos en una visita a un restaurante y dices “Mira, mira, esos que se marchan son los que están sin contrato”, te contestan: “A mí no me importa, a mí los que me importan son los que están dentro de la empresa”. Te llegas a preguntar por que hacemos las inspecciones.» El sindicalista concluye con un ejemplo: «De todos los restaurantes que hay en la Vila Olímpica, casi ninguno tiene contratos de más de cuatro horas. Y tú coges y le dices al inspector: “Mire, señor inspector, ¿usted ve este local? Aquí hay 20 personas a 4 horas. No se pueden dar desayunos, comidas y cenas. A cuatro horas es imposible”. Ellos, sin embargo, no lo quieren ver».

Park Güell: peligro de insolación

Junto al pack sol y playa, el modernismo y, especialmente, los edificios y recintos construidos por Antoni Gaudí, han sido, desde el inicio, los principales reclamos en el proceso de formación de la Barcelona turistizada. Según cuenta la historia oficial, la Sagrada Família, la Casa Batlló, la Pedrera o el Park Güell son obra y gracia del genio de Reus —o Riudoms— y de la osadía de una burguesía adinerada y extrovertida. Una trama narrativa asociada al negocio, que implicó e implica, a la vez, la exaltación glorificadora de un determinado sector social, al fin y al cabo, artífice del modelo BCN, y un calculado ensombrecimiento del pasado obrero, industrial y combativo de la ciudad. Más allá de la espectacularización arquitectónica, muy pocas cosas sabemos sobre los miles de hombres, mujeres y niños que levantaron, trabajando de sol a sol, todos aquellos lugares, convertidos hoy en verdaderos templos de peregrinación masiva.

El Park Güell, una de las joyas del ideal de ciudad promovido por la élites locales, fue, en su origen, un fallido proyecto de urbanización de lujo, reconvertido con el tiempo en parque público. Empezó a atraer un flujo importante de visitantes extranjeros a lo largo de la década de 1990. Hasta entonces, era sólo un sitio raro, atractivo para los turistas, pero usado sobre todo por vecinas y vecinos de los humildes barrios colindantes. Hoy, masificado por completo, es un ejemplo descarnado de cómo impacta en los ciudadanos la gestión política del espacio público al servicio del negocio turístico. Su recinto monumental fue privatizado por el Ayuntamiento en 2013, contra la voluntad de buena parte de sus legítimos propietarios.

Una tarde cualquiera de junio, el flujo humano es constante alrededor de la zona de pago. Entran aproximadamente cuatrocientos turistas cada media hora. Valentín empieza, frente a ellos, su jornada laboral. Trabaja como auxiliar en el servicio de información y control de accesos. Llega, se enfunda el chaleco azul y se coloca junto a la máquina de venta de entradas. Informa a los visitantes y supervisa el orden de la fila. «Es un trabajo muy repetitivo —dice—. Muchos no se enteran y hay que explicarles el funcionamiento de la visita una y otra vez. Hay cuatro puntos de venta y cada dos horas circulas de un puesto a otro. Así te aburres menos.» Cobra 460 euros por trabajar unas 25 horas semanales. Casi siempre hay extras y la flexibilidad es total. A veces, una semana no se trabaja nada y a la siguiente se hacen 50 horas.

Valentín es empleado de Barna Porters, empresa subcontratada por Barcelona de Serveis Municipals, responsable de la gestión del recinto. En el parque, desde que se decidió limitar el acceso a las áreas más visitadas, el personal de control e información se encuentra repartido entre la plantilla de BSM y los auxiliares suministrados por Barna Porters. Estos últimos cobran aproximadamente un 40 % menos que los primeros por realizar el mismo trabajo.

«Ellos tienen sombrillas y taburetes para sentarse. Además, pueden descansar. Nosotros no, estamos bajo el sol todo el día, de pie —explica Valentín—. No puedes comer, sólo beber agua. Ahora han puesto descansos de 15 minutos —no remunerados— para jornadas de más de 7 horas seguidas. Hay que pedir permiso a coordinación para ir al lavabo. Cuando vamos, aprovechamos para rellenar las botellas. Hay que beber mucha agua.»

Preguntado sobre el día a día, el trabajador revela que ha habido problemas de insolación y agotamiento en el caso de jornadas largas. «La falta de sombra, el calor y la avalancha de gente te agota. Hay momentos en que necesitas respirar. Hay que ser amable, pero hacia el final de la jornada, es fácil que pierdas la paciencia.»

La situación se pone tensa en más de una ocasión y, desde hace algunas semanas, la empresa ha reaccionado introduciendo topos para controlar al personal. «Falsos turistas —cuenta Valentín—. Vienen vestidos de guiris y nos ponen a prueba, preguntándonos cosas, liándola un poco.»

Mientras se unta con crema solar, antes de regresar a su puesto, sonríe y me confiesa: «En las entrevistas de trabajo son majos, enrollados. Buscan a gente joven, con estudios, una o dos carreras e idiomas. Cuando hicimos la entrevista y nos contaron cómo era el curro, bromeaban, diciendo que nos íbamos a poner morenos».